Cuando leo busco párrafos perfectos. Frases que me dejen encantado, embrujado, con la sensación de que es imposible agregarles si quiera alguna palabra, alguna coma. Necesito sentirme ajeno e incapaz de emular ese trabajo que ya hizo otro, pero siempre consciente de que tuvo que elegir las palabras que correspondían. Necesito darme cuenta de que sólo fueron algunas y no otras las que utilizó. Y me siento satisfecho cuando finalmente digo: es esto y no más. No hay que cambiar ninguna de ellas, las que calzan como si fueran piezas de Lego, que encastran en lugares que parecen fueran dispuestos con antelación y premeditación.
Notables escritores logran este cometido con mayor asiduidad que otros más mediocres, aunque alguna vez, estos últimos, obtienen el trofeo de alguna humilde conquista. Y por más pequeña que sea, nadie les quita el sabor del logro alcanzado. Por eso creo que uno escribe: para alcanzar esa pequeña alegría. Buscar la emoción que produce escribir un párrafo perfecto, o sin ser tan pretencioso, una frase impecable, redonda. Es esa búsqueda la que lleva al escritor al desvelo. Prueba y error, que asesinen a la inspiración, que de poder encontrarlo a uno es mejor que lo haga trabajando. Aquella frase que llega y una vez que aparece en la mente, entre tantas otras que se van descartando y que no cabrían en el lugar que corresponde. Aquella frase que por momentos durante su búsqueda y su ausencia, hace que se pierdan las esperanzas, pero que por ahí súbitamente llega y aflora como si nada, y se ubica con su presencia despreocupada para que sea utilizada naturalmente.
En un libro de Giorgio Agamben, leí un párrafo en el que el filósofo italiano rescata una carta que Mallarmé le escribió a Eugéne Lefébure el 27 de Mayo de 1867, en la que hace referencia al sonido de un grillo. El párrafo es inmejorable, insuperable. Es poético, tal vez por eso la imposibilidad de enriquecerlo. Y al final, después de leerlo, deja una sensación de saciedad estilística.
Mallarmé de manera magistral escribe:
“Solamente ayer, entre las espigas recientes, escuché esa voz sagrada de la tierra ingenua, menos descompuesta ya que la del pájaro, hija de los árboles en la noche solar, y que tiene algo de las estrellas y de la luna, y un poco de muerte; -pero cuando más una sobre todo que la de una mujer, que caminaba y cantaba delante de mí, y cuya voz parecía transparente de mil muertes en las que vibraba- ¡y penetrada de nada! Toda la felicidad que tiene la tierra por no estar descompuesta en materia y espíritu estaba en ese sonido único del grillo.”
Pienso y aseguro: en todos los ámbitos uno busca la frase perfecta. En el cine, en la música, siempre, en todo lugar. En el fútbol por ejemplo, he visto que varios lo han logrado, pero ante la cantidad de participantes que existen, en realidad no son tantos al fin de cuentas, sino sólo algunos privilegiados.
Maradona logró ante acompañamientos de oposiciones incrédulas por parte de los ingleses en el Mundial de 1986, un párrafo (jugada) que logró dejar al relator, Víctor Hugo Morales, en el lugar opuesto de la perfección estilística (en su trayectoria al gol sólo atinó a relatar: Maradona, Maradona, Maradona), muestra clara que a causa de la fascinación, las palabras huyen de uno, temerosas ante la excelencia.
Por su parte, Messi, como si el tiempo fuera concebido al igual que en la antigüedad grecorromana —fundamentalmente circular y colmado de repeticiones— hizo ante el Getafe Español una especie de homenaje al gol de Diego. Con movimientos que solamente ameritaba aquella jugada que se estaba llevando a cabo, se abrió paso entre las camisetas verdes hasta llegar al gol. Ni un movimiento más ni uno menos. Las improvisaciones caían en el césped como si siguieran un guión que predeterminaba cada paso, cada gesto, cada sprint, cada acción propia y ajena. Una vez leí por ahí, que Messi había soñado aquél gol. De igual manera, Borges también soñaba cuentos y párrafos perfectos, que más tarde escribía o dictaba a otro para que los escribiese, en un mundo donde, supuestamente, todo ocurre por una y única vez.
Maradona logró ante acompañamientos de oposiciones incrédulas por parte de los ingleses en el Mundial de 1986, un párrafo (jugada) que logró dejar al relator, Víctor Hugo Morales, en el lugar opuesto de la perfección estilística (en su trayectoria al gol sólo atinó a relatar: Maradona, Maradona, Maradona), muestra clara que a causa de la fascinación, las palabras huyen de uno, temerosas ante la excelencia.
Por su parte, Messi, como si el tiempo fuera concebido al igual que en la antigüedad grecorromana —fundamentalmente circular y colmado de repeticiones— hizo ante el Getafe Español una especie de homenaje al gol de Diego. Con movimientos que solamente ameritaba aquella jugada que se estaba llevando a cabo, se abrió paso entre las camisetas verdes hasta llegar al gol. Ni un movimiento más ni uno menos. Las improvisaciones caían en el césped como si siguieran un guión que predeterminaba cada paso, cada gesto, cada sprint, cada acción propia y ajena. Una vez leí por ahí, que Messi había soñado aquél gol. De igual manera, Borges también soñaba cuentos y párrafos perfectos, que más tarde escribía o dictaba a otro para que los escribiese, en un mundo donde, supuestamente, todo ocurre por una y única vez.
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