Da pena verlo llegar. El cuerpo molido y desganado, la cabeza sostenida por un hilo de cuello y los pasos que sus piernas apenas creen. Nadie lo abraza, ni le explica que es la primera vez pero no la última que le sucede situación tan dolorosa. Nadie tampoco sabe, ni imagina, qué palabras lo pueden sacar de aquel pozo que parece de arena.
No sabe qué lo puede ayudar porque nunca le ha sucedido cosa igual y porque una única vida es lo que está condenado a vivir. Puede responder como lo hace un simple vidrio: romperse o resistir, pero tampoco lo piensa. Sólo lo inunda un deseo que lo carcome por dentro: la culpa. Se siente responsable, como si no hubiera podido responder a Caronte, y camina por su pieza como si estuviera condenado a cien años de lamentos. ¿Cuál es el motivo de tanto dolor en el alma? ¿Qué existe tan grave para que esté como ahora? ¿Qué hay tan irreversible para un arquero en un partido de fútbol? ¿Tanto mal puede hacerle un gol en contra? ¿Tanto sufrimiento puede producirle un error que posibilite un gol de los contrarios? Simplemente la causa es su corta edad. A los siete años no son muchos los errores groseros que se pueden cometer, pero esos escasos te marcan para siempre. Éste error es uno de ellos. Lo vive como si la pelota fuera Desdémona y él el moro de Venecia. Su mundo hoy es sólo este dolor y nada más. Es ese balón que se le coló entre sus manos y que traspasó de manera lenta esa línea de cal. ¿Quién hay que pueda decirle que le va a volver suceder? Si lo supiera, dejaría todo en este mismo momento. No hay nadie que se atreva. Sólo el eterno retorno de una situación que volverá a demostrarle que se puede repetir.
Da Pena
jueves, 27 de mayo de 2010
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