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"Todo cuanto sé con mayor certeza sobre la moral y las obligaciones de los hombres, se lo debo al fútbol".

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El viaje

lunes, 17 de mayo de 2010

Entro al colectivo y mientras coloco las monedas en la máquina, observo que en el fondo hay un asiento de los individuales libre. Tomo el boleto y avanzo con ciertas dificultades porque el chofer frena de golpe y comienza a acelerar repentinamente. Logro sentarme. La espalda me duele demasiado y los pies se me han hinchado de tal manera, que las tiras de las sandalias comienzan a esconderse entre medio de la carne. Intento abrir la ventanilla pero no logro hacerlo; no poseo la fuerza suficiente. No me importa, ya que aunque con calor, estoy cómodamente sentada.

El viaje continúa y llamativamente en una parada, ingresa más gente de lo normal, colmando casi la totalidad del colectivo. En veinte minutos, el espacio libre que había ya casi no existe. Otra parada y suben treinta más: son barrabravas. Gritan y empujan. Ninguno paga su boleto. Un par discuten con el colectivero mientras se acomodan en el fondo. Si no me equivoco deben ser de Boca; traen banderas y camisetas azules y amarillas, y un bombo tan grande como el calendario Azteca. Todas las personas, y más aún las que están paradas, se van apilando como si fueran novillos rumbo a Liniers. Como pueden se acomodan sin emitir quejas demasiado evidentes. Los que tenemos la suerte de estar sentados, no resultamos tan afectados; simplemente tenemos que soportar una mayor cercanía de nuestros vecinos de viaje. Bueno, en realidad la incomodidad se hace sentir, porque en mi caso, quedo debajo de un joven, que según creo va a trabajar, porque viene vestido con un traje gris que para mi gusto es de invierno, y el pobre lo lleva puesto en pleno noviembre. Trato de no mirarlo demasiado. No sólo para no incomodarlo, sino también porque si hay alguna situación que a mí particularmente me da suma vergüenza, es cuando en los medios de transporte una queda superando los límites que se suponen normales de cercanía física con un desconocido. Así que prefiero evitar mirarlo. Tal vez, lo haga algunas veces, como para mostrar mi evidente incomodidad y para que no intente quitarme más espacio del escaso que me queda.
Desde hace un largo tiempo que no viajo tan incómoda. Yo, que siempre discuto con aquellos que despotrican contra la ciudad y dicen que vivir en Capital no es vivir. Pero pienso que peor deben estar en China. Vi en el noticioso como intentan entrar aquellos que quieren viajar en subte y por lo que pude confirmar van más apretados que nosotros acá en el 29. Así que no me quejo.
Miro las casas que pasan a mi lado e intento leer los carteles de las esquinas para saber por qué calle vamos. Creo haber visto Plaza Italia, así que todavía falta bastante.
Los que han ingresado son bastante ruidosos y diría que inquietos: son insoportables. El calor comienza a sentirse de una manera bastante intensa y todavía debo soportar varias cuadras más hasta llegar al lugar en que bajo. Intento abrir nuevamente la ventana pero tampoco puedo. Pienso que el chico que está encima mío, al verme fracasar me va a ayudar, pero no lo hace. Tal vez, porque lleva en una mano una cartera de cuero y en la otra una bolsa, de esas que te llegan al piso y no te dan la posibilidad de hacer nada.
El viaje continúa. El calor va en aumento y el ambiente se comienza a caldear de una manera ya irrespirable. En un momento miro hacia arriba de forma disimulada y el chico cuando ve que lo observo corre su vista y dirige su atención hacia otro lado. Su cara está transpirada por completo. Tal vez, tenga un pañuelo en uno de sus bolsillos, pero no puede limpiarse porque lleva ambas manos ocupadas y porque creo que tiene dos grandes preocupaciones: la desconfianza hacia los barras que gritan atrás de él y el escaso espacio que hay en el micro que lo inmoviliza.
Pasan unos segundos y lo vuelvo a mirar. Su frente se ha puesto cada vez mas brillosa y también su mejillas. Yo también transpiro a causa del poco aire que hay, pero con un pañuelo descartable que traigo en mi cartera puedo secarme el rostro sin inconvenientes.
Pasan otras cuadras y ninguno baja. Todos van hasta el final parece. Hasta creo que en algunas paradas atrás, alguno más tuvo el coraje de subir en este viaje tan incómodo. Transcurren unos minutos y vuelvo a mirar al joven para ver si no se está por desmayar o algo parecido. Cuando se da cuenta que lo comienzo a observar, mira nuevamente hacia un costado para que no queden nuestras caras tan cercanas. Ya su rostro está totalmente empapado de transpiración. Se le han comenzado a formar pequeñas gotas que brotan sobre su frente y que caen hasta sus cejas que las almacenan impidiendo una continuación hacia más abajo. Pienso en que si yo fuera el chico, hubiera bajado sin ninguna duda del colectivo y hubiera esperado recuperarme y tomar un poco de aire, para después subir en otro colectivo. Tal vez no lo hace porque no tiene más monedas. No sé, es tan sólo una hipótesis mía.
Decido olvidarlo. Creo que si continúo mirándolo lo pondré más nervioso. Trato de pensar en otras cosas. En algún viaje que hice con mi hija… ¿Pero a dónde?… no importa, que me venga a la memoria cualquiera. La cuestión es pensar en otra cosa… ¡Junín de los Andes! Fue en el ochenta y dos. Rodrigo había conseguido un trabajo y a los meses lo fuimos a visitar. Qué lugar increíble. Y qué mala suerte que le duró poco. Un año y medio o dos. Si, casi dos años. Pero pensándolo bien, mejor que volvió. Lo extrañaba tanto… Después la separación lo arruinó todo. Cuando el amor se termina, se termina. Pero a lo mejor hubiera… en medio de los pensamientos una gota cae sobre mi frente. Es gorda, espesa y caliente. Resuena en mi cabeza y se queda pegada en mi frente. Me despierta y me saca de donde estoy. ¿Qué es? Me pongo nuevamente en la situación en la que me encontraba y me doy cuenta. Estoy viajando hacia casa. ¿Qué hago? Tengo varias posibilidades de reacción. Me quedo con una, creo que es la mejor. Saco un pañuelo y me seco la frente mientras miro por la ventanilla. Ya faltan pocas cuadras. No levanto la vista en ningún momento. Como puedo me paro y alcanzo a tocar el timbre. Unos metros más y el colectivo se detiene. Desciendo pasando por debajo de los brazos de otros, y ya en la calle, disfruto del aire que me golpea en la cara. No recuerdo en dónde había dejado mis pensamientos. Creo que era en el amor. Bueno ya no lo recuerdo. Comienzo a caminar.

Publicado por Gastón Pereyra a las 12:48    

Etiquetas: Escritos

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