Antes de que me hiciera amigo de Lamberti, no conocía el
silencio como debe de ser conocido. Y a Lamberti, el silencio le había llegado
sin explicaciones el 27 de junio de 1978. No se preguntó cómo, ni por qué lo
había alcanzado; simplemente lo aceptó y se redujo al silencio. Si finalmente, debe
haber pensado, puede llegarle a uno como le sucede a cualquier octogenario con
el advenimiento de la senilidad, por eso, con el más absoluto beneplácito, Lamberti
lo padeció sin reproches y con naturalidad hasta que lo dejé de ver, hace al
menos veinticinco años.
Hacia el final de los setenta, Lamberti fue compañero mío en
una fábrica holandesa de bombas de agua ubicada en Longchamps, y entre los
compañeros que trabajábamos en la misma planta, comenzamos a notar que de un
día para otro (desde aquel 27 de junio), comenzaba a caer cada vez más seguido en
pozos profundos de aislamiento, en los que quedaba imposibilitado de hablar.
Pero para nuestra mayor extrañeza, no le sucedía de una manera organizada o
regular en la que uno podía comprender, que tal vez le ocurría a causa de algún
pensamiento que surgiera en su mente, o quizá después de escuchar alguna frase
que por ahí lo incomodara, sino que por ejemplo, le llegaba a suceder en medio
de una frase, o hasta dejaba palabras a medio decir.
Su problema fue aumentando como nuestra preocupación, y cada
vez más seguido caía en el silencio más absoluto. Lamberti, con su dificultad
plenamente asumida, cada vez que hablaba intentaba decir todo lo que necesitaba
expresar con la economía de palabras mayor que podía, porque suponía, y bien lo
hacía, que de un momento para otro su boca podía quedar seca, tanto como un
pozo de agua en pleno Atacama.
Lamberti, después del comienzo de la ausencia de su voz, si por
caso estaba en casa de alguien, tomaba su abrigo, levantaba una mano indicando
un saludo cordial y se retiraba a su domicilio. Y en el caso de que estuviera
en su casa, se paraba y le indicaba con un brazo extendido hacia su lado
derecho a quién correspondiera, que debía retirarse y comprenderlo sin mayores objeciones.
En la fábrica lo soportaron un tiempo prudente. Pero a los
cinco años, con la excusa de reestructuración obligatoria, lo despidieron y no
volvimos a saber nada más de él. En definitiva, su trabajo no se veía afectado
por su silencio, ya que para control de calidad de unas de las partes de las
bombas de agua no necesitaba decir palabra alguna, sino más bien, debía tener una excelente vista y sobrado criterio para
lograr efectividad. Pero a la empresa no le importó. No concebían que alguien
que podía o contaba con la posibilidad de hablar, no lo hiciera. Evidentemente,
pensé en su momento, no contaba con todas las posibilidades, porque sino lo
hubiera hecho, pero ya para ese entonces, Lamberti había perdido el habla de
manera total y absoluta.
Este recuerdo lo traigo al presente porque la tarde del
lunes pasado, tuve la fortuna de cruzarme con Lamberti en el centro de La plata
y quedé paralizado por la casualidad. Primero lo observé detenidamente, porque
podía haberme confundido de persona, ya que veinticinco años pueden hacer
cambiar a cualquiera de la manera más absoluta, pero Lamberti estaba igual. Con
algunas arrugas y canas más que la última vez que lo había visto, pero con la misma cara, con sus mismos gestos
y flaqueza extrema, igual a la que portaba cuando éramos compañeros. Junto a él
caminaba una mujer, algunos años mayor que lo acompañaba con la mirada y sin
hablarle. Tan sólo de a ratos lo observaba desde su lado derecho y continuaban
caminando entre la gente, que por momentos los hacía perderse y los ocultaba, y
por momentos los evidenciaba en plena vereda. Los seguí con la mirada por dos
cuadras, luego doblaron supongo, porque les perdí el rastro. Y para cuando
llegué a la esquina habían desaparecido. Me arrepentí enseguida de no haberlos
seguido más de cerca, no para hablarle a Lamberti, sino para descubrir si finalmente
después de tantos años, había solucionado su problema con el silencio y había vuelto
a hablar.
A través del caso de Lamberti, vuelvo a pensar en que el
silencio inquieta, perturba, y además, de manera irrefutable, no posee buena
reputación entre las personas, y yo, que en ciertas oportunidades tanto lo
necesito, a veces pongo en el olvido su existencia. Tal vez por una necesidad
interna, quizá por autocomplacencia, quiero creer que el reencuentro con Lamberti
no fue casual, sino que éste, como si fuese un heraldo que recupera ideas que a
veces caen en el olvido, logró acercarme algunas cuestiones que creo desde hace
un tiempo y que había descuidado. Una es que el silencio no necesariamente
tiene que ver con el no tener nada que decir, y otra es que también puede
servir como posibilidad ante la necesidad que a veces me surge en ciertos
momentos, en los que creo necesario decir demasiado, cuando realmente es
preferible callarlo todo.
Aunque Lamberti no pensaba lo mismo, la idea de que hay que
ir callando de a poco es la que me interesa rescatar de él. Todo lo demás es
pura anécdota.
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