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El silencio de Lamberti

jueves, 1 de diciembre de 2011


Antes de que me hiciera amigo de Lamberti, no conocía el silencio como debe de ser conocido. Y a Lamberti, el silencio le había llegado sin explicaciones el 27 de junio de 1978. No se preguntó cómo, ni por qué lo había alcanzado; simplemente lo aceptó y se redujo al silencio. Si finalmente, debe haber pensado, puede llegarle a uno como le sucede a cualquier octogenario con el advenimiento de la senilidad, por eso, con el más absoluto beneplácito, Lamberti lo padeció sin reproches y con naturalidad hasta que lo dejé de ver, hace al menos veinticinco años.

Hacia el final de los setenta, Lamberti fue compañero mío en una fábrica holandesa de bombas de agua ubicada en Longchamps, y entre los compañeros que trabajábamos en la misma planta, comenzamos a notar que de un día para otro (desde aquel 27 de junio), comenzaba a caer cada vez más seguido en pozos profundos de aislamiento, en los que quedaba imposibilitado de hablar. Pero para nuestra mayor extrañeza, no le sucedía de una manera organizada o regular en la que uno podía comprender, que tal vez le ocurría a causa de algún pensamiento que surgiera en su mente, o quizá después de escuchar alguna frase que por ahí lo incomodara, sino que por ejemplo, le llegaba a suceder en medio de una frase, o hasta dejaba palabras a medio decir.

Su problema fue aumentando como nuestra preocupación, y cada vez más seguido caía en el silencio más absoluto. Lamberti, con su dificultad plenamente asumida, cada vez que hablaba intentaba decir todo lo que necesitaba expresar con la economía de palabras mayor que podía, porque suponía, y bien lo hacía, que de un momento para otro su boca podía quedar seca, tanto como un pozo de agua en pleno Atacama.

Lamberti, después del comienzo de la ausencia de su voz, si por caso estaba en casa de alguien, tomaba su abrigo, levantaba una mano indicando un saludo cordial y se retiraba a su domicilio. Y en el caso de que estuviera en su casa, se paraba y le indicaba con un brazo extendido hacia su lado derecho a quién correspondiera, que debía retirarse y comprenderlo sin mayores objeciones.

En la fábrica lo soportaron un tiempo prudente. Pero a los cinco años, con la excusa de reestructuración obligatoria, lo despidieron y no volvimos a saber nada más de él. En definitiva, su trabajo no se veía afectado por su silencio, ya que para control de calidad de unas de las partes de las bombas de agua no necesitaba decir palabra alguna, sino más bien, debía  tener una excelente vista y sobrado criterio para lograr efectividad. Pero a la empresa no le importó. No concebían que alguien que podía o contaba con la posibilidad de hablar, no lo hiciera. Evidentemente, pensé en su momento, no contaba con todas las posibilidades, porque sino lo hubiera hecho, pero ya para ese entonces, Lamberti había perdido el habla de manera total y absoluta.

Este recuerdo lo traigo al presente porque la tarde del lunes pasado, tuve la fortuna de cruzarme con Lamberti en el centro de La plata y quedé paralizado por la casualidad. Primero lo observé detenidamente, porque podía haberme confundido de persona, ya que veinticinco años pueden hacer cambiar a cualquiera de la manera más absoluta, pero Lamberti estaba igual. Con algunas arrugas y canas más que la última vez que lo había visto,  pero con la misma cara, con sus mismos gestos y flaqueza extrema, igual a la que portaba cuando éramos compañeros. Junto a él caminaba una mujer, algunos años mayor que lo acompañaba con la mirada y sin hablarle. Tan sólo de a ratos lo observaba desde su lado derecho y continuaban caminando entre la gente, que por momentos los hacía perderse y los ocultaba, y por momentos los evidenciaba en plena vereda. Los seguí con la mirada por dos cuadras, luego doblaron supongo, porque les perdí el rastro. Y para cuando llegué a la esquina habían desaparecido. Me arrepentí enseguida de no haberlos seguido más de cerca, no para hablarle a Lamberti, sino para descubrir si finalmente después de tantos años, había solucionado su problema con el silencio y había vuelto a hablar.

A través del caso de Lamberti, vuelvo a pensar en que el silencio inquieta, perturba, y además, de manera irrefutable, no posee buena reputación entre las personas, y yo, que en ciertas oportunidades tanto lo necesito, a veces pongo en el olvido su existencia. Tal vez por una necesidad interna, quizá por autocomplacencia, quiero creer que el reencuentro con Lamberti no fue casual, sino que éste, como si fuese un heraldo que recupera ideas que a veces caen en el olvido, logró acercarme algunas cuestiones que creo desde hace un tiempo y que había descuidado. Una es que el silencio no necesariamente tiene que ver con el no tener nada que decir, y otra es que también puede servir como posibilidad ante la necesidad que a veces me surge en ciertos momentos, en los que creo necesario decir demasiado, cuando realmente es preferible callarlo todo.

Aunque Lamberti no pensaba lo mismo, la idea de que hay que ir callando de a poco es la que me interesa rescatar de él. Todo lo demás es pura anécdota.

Publicado por Gastón Pereyra a las 9:47    

Etiquetas: Escritos

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