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Después del tercero

martes, 6 de julio de 2010

Bien metida, toda... el cuello también, hasta los omóplatos. Y si te dejaban, hasta la cintura. Pero no pudiste. La apoyaste sobre la espalda de uno de tus muchachos que en ese momento ni recordabas quién era y dio la casualidad que era de la familia. Intentaste meter la cabeza en su espalda, pero no sobre ella, sino adentro, bien profunda y no lo lograste. Hubieses agradecido que su cuerpo fuera de barro húmedo para que permitiera la entrada de tu cabeza. Allí la hubieras alojado, por completo. Hubieses querido vivir el resto de tu vida con la cabeza incrustada en un cuerpo ajeno y nada más te hubiera importado. Pero no pudiste. Tal vez, podrías haber hecho como hacen las avestruces: un hueco en el medio de la tierra, para allí enterrarla y que nadie te viera, pero en ese momento no sé si lo llegaste a imaginar. Simplemente atinaste a meterla en lo que más cerca tenías entre tus manos: la espalda que portaba el número 16. Allí intentaste, entre el uno y el seis. O mejor dicho, quisiste pasarla por el redondel del 6, para después de haberla metido, tirar de la parte superior del número para cerrar el agujero y dejarla allí, así, para no escuchar un sólo grito. Todo podría haber sucedido, pero nada de esto pudiste hacer. Ya los sueños se habían terminado. La historia te porfiaba y el tiempo te demostraba que puede ser circular, pero por períodos más extensos. Y para peor, después vino otro y fueron en total cuatro. Y vos la querías tener adentro de la espalda de Sergio o de algún otro. En la tierra como los avestruces. Y no pudiste Diego. No pudiste.

Publicado por Gastón Pereyra a las 17:29    

Etiquetas: Escritos

1 comentarios:

Anónimo dijo...

vos seguí escribiendo, que nosotros hablamos en la cancha, jaja. No dijo eso antes del partido?

6 de julio de 2010, 21:53  

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