¡Hay Miguelito que te avisé!... y no me llevaste el apunte. No fuiste capaz de preguntarme el motivo de mi negativa, y porfiado como tu padre, hiciste lo que se te dio la gana. Y por lo que a mí respecta, te advertí de las consecuencias, pero no limpiaste tus oídos para que escucharan. Siempre acurrucado detrás del tapial de ese asqueroso y maloliente baldío, metiendo la cabeza entre dos tablas y contemplando a los más grandes, que no te dejaban jugar, y que por maldad, tampoco te dejaban mirar desde una mejor ubicación. Pero tengo que reconocer que tu insistencia vale por mil perdones, porque cuando se llega a grande de algo puede llegar a servir, pero ahora de chico se vuelve perjudicial, porque uno piensa menos. Y eso fue lo que te ha pasado, no has pensado ni aunque sea por un mínimo instante, ya que ahí pasabas las tardes, mirando a los demás como pateaban una pelota de un lado a otro y se gritaban palabrotas, mientras el tiempo pasaba y no te dejaba nada bueno en la cabeza, ni una mísera idea. ¡Pobre de ti Miguelito!, que mis rezos a San Pablo no se oyeron... ¡Hay Miguelito que te lo anticipé! pero obstinado allí, te paraste nuevamente y colocaste tu pequeña cabecita entre las dos maderas flojas que daban a la calle Moro, ¿para mirar vaya uno a saber qué cosa tan importante? Podrías haber dedicado el tiempo a los libros para ser un Robespierre o un Lavoisier, o tal vez un John Fisher o un Carlos I, pero terminaste siendo un condenado de La reina de corazones. ¿Quién hubiera pensado que estando tan lejos podrías poner fin a ese partido ajeno? ¿Quién hubiera imaginado que ibas a terminar de esa manera? Si esa pelota no hubiera llegado hasta donde estabas, y no hubiera pegado en quién sabe dónde, para que tu cuerpito trastabillara y llevara sin querer tu flaco cuello hacia el filo de las tablas, que como cuchillas separaron tu ser en dos. ¡Hay Miguelito qué desafortunado has sido! Tal como tu padre que de joven también se fue con prisa, pero en distinta circunstancia. A él se lo llevó un río y a vos en cambio, te dio fin una incontrolable pelota. Tal vez Miguelito, allí te esté esperando tu padre para darte la bienvenida, después de haber nadado contra la corriente que nunca le dio respiro. ¡Hay Miguelito ya se te extraña! Y en el baldío nadie juega más por la tardes. Hasta tan precavidos han sido los vecinos del barrio, que sacaron el tapial por el que tanto espiabas. ¡Pobre de ti Miguelito! Que tan entusiasmado te tenía el fútbol y que no fuiste capaz de tocar una sola pelota en tu vida. Ni una sola pelota. Ni una sola.
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