Alonso, Alonsito para los amigos y familiares. Periodista conocido por su pasado glorioso en cuanto a su gran conocimiento del fútbol argentino, pero de flaco presente debido a que se aisló en su domicilio hace tantos años que ya perdió la cuenta. Hace un tiempo atrás, su esposa me recibió en su domicilio y cuando le expliqué el motivo de mi presencia, me adelantó que Alonsito podría no recibirme y me pidió disculpas. Yo le agradecí su sinceridad y esperé afuera su respuesta, mientras recordaba que en el diario no aceptaban ninguna clase de excusa si no regresaba a la redacción con, por lo menos tres mil caracteres para llenar aunque sea una columna para la edición matutina.
Alonsito finalmente aceptó mi visita y me atendió acostado en su cama sin preocuparse por ocultar su deteriorada imagen. “Como ese escritor uruguayo estoy”, fue lo primero que me dijo, “desde hace tiempo ya”. “¿Como Onetti?”, le pregunté. “Ese mismo”, me respondió. “Ya no me queda más que esperar”, volvió a hablar. No le pregunté qué cosa esperaba; pero imaginé su respuesta y preferí que no me la dijera. Su actitud era completamente de espera y era consciente de que se encontraba en el ocaso de una vida, que ya había cesado su voluntad de vivir.
“Nada de preguntas estúpidas como son todas las que me hacen los periodistas que he conocido”, me anticipó antes de que comenzara la entrevista. “Sólo te voy a contar una historia”, continuó “y espero que sirva para tu trabajo. Y si a los de tu diario no les interesa, a mí menos que a ellos”.
Debido a la escasa posibilidad de manejar la entrevista, me senté en una silla junto a su cama y escuché su historia sin saber por qué me la contaba y qué me quería significar con ella. Alonsito con algunas dificultades para incorporarse en su cama, se sentó y apoyó su espalda en la pared que se ubicaba detrás suyo y comenzó su relato. Me contó que un día se enfrentaron dos equipos de fútbol tan diferentes entre sí, que cada uno se definía como la némesis del otro. Me explicó que quienes conformaron aquellos dos grupos pertenecían a dos mundos diferentes y que poseían creencias enfrentadas. Que pudieron competir por el único y fundamental hecho de que jugaban fútbol, ya que de otra manera hubiera resultado imposible encontrar otro motivo que los ligara.
Me describió los dos equipos como si me hablara de seguidores de dos corrientes filosóficas opuestas. “Unos”, me dijo, “eran limitados técnicamente, pero la carencia de habilidad la reemplazaban con esfuerzo y coraje”. “Los otros, en cambio, se notaba que vivían un fútbol con menores responsabilidades y que eran puro estilo, que buscaban colmar un deseo estético con su juego y que además, disimulaban la falta de sacrificio con inteligencia y perspicacia”.
Alonsito, en un momento de su relato me dio las formaciones de ambos equipos, acompañando cada nombre con cada uno de sus dedos. “Uno estaba integrado por Cejas, Giunta, Erbín, Michelini, Pernía, Schiavi, Barrientos, Monzón, Mc Callister, Merlo y Hrabina. El otro por Gatti, Francescoli, Bochini, Erviti, Riquelme, Dallesandro, Aimar, Saviola, Alonso, Borghi, Maradona y Messi”.
Esta lista de jugadores sin relación de tiempo y lugar, pertenecientes a diferentes épocas, me hizo pensar en el escaso juicio de Alonsito, pero su forma de contar produjo en mí un efecto contrario: convertía en verídico lo que decía, así que sin importarme continué escuchando y disfrutando su relato.
“El partido”, me contó, “terminó 0 a 0, tanto en los noventa minutos reglamentarios como en el tiempo suplementario. Unos mantuvieron la posesión del balón; los otros marcaron sin fisuras y no permitieron el desequilibrio de sus adversarios. Los periodistas que presenciaron el encuentro se definieron orgullosos como testigos de lo que había sido `el partido perfecto´. Y la gente de las tribunas vibró más por las expectativas generadas que por lo entregado por los protagonistas.
Entre toda ese público que vio el partido hubo un hombre, uno cualquiera, desconocido para todos al que se lo consultó a la salida, que declaró que había visto el peor partido de la historia del fútbol mundial. Cuando le preguntaron por qué, dijo que por la falta de lo único que hace atractivo y fascinante al fútbol como es el error. Explicó enojado que sin error no hay goles, no hay alegría y que cada intento de superación se vuelve estéril. Se necesita, aclaró, en cada momento del partido de la inestabilidad, de la falla, de la distracción, del defecto, ¡del error! gritó, y acá no lo hubo. Por eso me voy triste, con la ilusión de encontrar el error en el próximo partido que presencie”.
Alonsito después de una pausa me dijo con una voz suave y cargada de pesar que, “aquel señor consultado al final había tenido razón en declarar que había observado el peor encuentro de la historia, y también me confesó que él había estado presente ese día en calidad de periodista, y que había deseado el triunfo de uno de los equipos”. Inmediatamente le pregunté para cual de los dos había simpatizado, y él con vergüenza me dijo que lo perdonara, que no podía responderme ya que, “de cualquier manera hubiera resultado lo mismo que fuera para cualquiera de los dos, porque lo importante de aquel encuentro no fue para que sirviera como ejemplo de confesión acerca de su inclinación futbolística, sino para darse cuenta de que había presenciado lo que él llamó `la paradoja del partido perfecto´: un partido que de tanta perfección resultó ser imperfecto”.
Aquel día de la entrevista volví al diario y redacté otra nota cualquiera. No recuerdo cuál. Alonsito finalmente nunca apareció en las hojas del matutino porque deseché su historia por ficticia. Pero hoy a la distancia me doy cuenta que si el “partido perfecto” se disputó o no, ya no importa y nunca va a cobrar importancia, porque las historias no valen por la anécdota misma, sino por su complejidad y por el pensamiento que se construye y desarrolla en ellas.
Podría reprocharme haberme dado cuenta tarde de aquello que intentó demostrarme Alonsito, pero qué importa que tenga que ser ahora, si el fin de su historia no tenía pretensiones de ser comprendida en lo inmediato. Y creo no equivocarme en esto que pienso porque ahora, como si estuviera sucediendo, siento la voz de Alonsito que me sugiere al oído: “en fin, en lo único que creo es en la imaginación”.
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